Spoiler: se acepta. El chiste es dejar de pelearte con la realidad y asumir que no hay vuelta atrás para mirar hacia adelante.
La vida se mira hacia adelante y el mejor homenaje que puedes rendirle a alguien que te amó, o a quien amaste, es volver a ser feliz. Lo primero es entender que no hay recetas de cocina, pero sí podemos hablar de tiempos aproximados considerados parámetros normales. Un año, o dos en los casos más complejos, es un lapso razonable en el que se elabora y se solucionan los sentimientos que se generan con la ausencia. Si no se nota avance alguno después del año, podríamos estar frente a un duelo patológico o atorado.
Etapas del duelo
Elisabeth Kübler-Ross, psiquiatra y tanatóloga, creó un modelo de etapas de duelo para enfermos terminales que, con el tiempo, se ha ido aplicando a personas viviendo una pérdida de cualquier tipo. Es importante saber que estas etapas no se siguen necesariamente en un orden lineal; a todas, menos a la aceptación, se regresa una y otra vez, hasta que las preguntas cesan y se da paso a una sensación de paz en el corazón.
Primera etapa: negación o “esto realmente no está pasando”
Es el estado de shock inicial en el que, literalmente, no aceptamos la pérdida. Se activa como un mecanismo de defensa en el cerebro para protegernos del impacto de la noticia. Para evitar sentir dolor, nos negamos a sentir. Al principio es nuestro aliado porque nos protege de colapsar, pero si no se transita se vuelve nuestro peor enemigo.
Segunda etapa: rabia o “¿por qué yo?”
Un enojo tremendo porque nos han arrebatado, el objeto de nuestro afecto. Ese enojo se proyecta hacia varios puntos: los médicos, a quien murió, el ser superior en el que creemos y también hacia nosotros mismos. Esta etapa es a la que más regresamos, como si fuera un pulpo con ocho tentáculos que nos quiere atrapar y no nos deja salir. Es súper importante que sientas este enojo y lo dejes salir, de otra forma no se pasa.
Tercera etapa: negociación o “¿cambiamos?”
Entramos en un proceso de regateo con la vida, vuelves al punto antes de la muerte (si es que fue anunciada) en que ofreces algo a cambio por la vida del otro. Empiezas a prometer ser mejor a cambio de que esto no haya pasado en realidad, o que, por lo menos ya no le pase a nadie más. Empiezas con “si yo hubiera…” y entra una búsqueda de respuestas.
Cuarta etapa: depresión reactiva o “ya para qué”
Esta es la reacción más fuerte: la depresión. Ahora sí estamos conscientes de que perdimos, en el sentido más amplio del término, y nos sentimos extraviados sin el ser amado. No concebimos la vida sin él/ella, sentimos que ya nada tiene sentido. No es una depresión química ni crónica (aunque se puede volver si no se atiende), pues no necesitamos antidepresivos, sino herramientas para salir adelante.
Quinta etapa: aceptación o “que sea lo que dios quiera”
No es que te guste lo que pasó ni que estés de acuerdo con ello, simplemente dejas de resistirte a la experiencia y aceptas que esta es tu nueva realidad. Aunque algunos días te abrume la culpa de estar vivo y ser feliz, no dura. No se te olvida ni deja de doler, pero duele distinto: como si fuera una cicatriz, marca tu cuerpo y deja un pedazo de piel más sensible.
Cada uno con su duelo
No existen duelos de microondas ni filas VIP: hay que pasar a través del dolor y no evadirlo, lo que puedes hacer para que esto pase de la mejor manera y facilites la transición de una etapa a otra es no victimizarte y no engolosinarte con el dolor ni con estar mal. A veces uno se hace adicto a las ganancias secundarias del sufrimiento, como la atención de los demás.
Es importantísimo también entender que no hay un duelo igual a otro y que cada muerte tiene el mismo valor. No existe tal cosa como la ley de vida: no es que si muere un abuelo lo sientas menos que la pérdida de alguien joven. En tanatología siempre depende quién y qué era el difunto para ti. Qué significaba, qué te daba, qué hueco deja. Todos somos mortales y por ende candidatos a morir. No es un error de la vida, aunque así lo sintamos, y no hay que ponerle calificativos al dolor propio ni al de los demás.
Todos tenemos una fecha de caducidad que no se ve, pero está ahí. Por eso quizá valga la pena hacer caso a lo que decía Shakespeare: antes de morir, hay que vivir.
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