Socialmente está normalizado el fenómeno, al igual que las agresiones a los migrantes, a los indígenas, a los jóvenes, etc.
Otra vez. Un feminicidio más y seguramente no será el último. Puedo decirlo ya que los niveles de violencia en México generan esa certeza. En este caso no es solo la violencia desmedida ni la falta de justicia que promueve la proliferación de actos violentos, estamos ante violencia estructural.
No se hizo esperar la usual respuesta de culpar a la víctima de la violencia recibida. Si una joven mujer fue asesinada es que “se lo merecía” o “se lo buscó”. Si la violaron es porque vestía “provocadoramente”, si la mataron es “por andar tomando y ser puta”. En otros casos la reacción a la violencia es similar, si matan a alguien surge de inmediato el “en algo andaba”. Andamos mal, muy mal.
No es nuevo el machismo que hay en nuestra sociedad. Esta discriminación a la mujer se encuentra incrustada en buena parte de las estructuras sociales, políticas, educativas y económicas de nuestro país. La respuesta se encuentra en la modificación de estas estructuras.
Las dimensiones del problema de la violencia contra la mujer en México son preocupantes y poco hemos hecho en décadas de violencia. Son más de 25 años desde que se hizo mundialmente conocido el fenómeno de los feminicidios de Ciudad Juárez que conmocionaron a México y pusieron a Ciudad Juárez en el mapa mundial. El fenómeno no inició allí pero fue una gran llamada de atención y en un cuarto de siglo no hemos hecho gran cosa para cambiar.
En el “Diagnóstico cuantitativo sobre la violencia sexual en México” se calculan casi 1.5 millones delitos sexuales entre 2010 y 2015. La cifra real debe ser mucho mayor. No hay que ser adivino para saber que la justicia no llega en la inmensa mayoría de los casos. La violencia contra las mujeres es tan generalizada que hay alertas de género en prácticamente la mitad del país.
En distintas mediciones aparece una y otra vez esta violencia estructural. Las gráficas muestran un incremento de la violencia contra la mujer en los últimos años. Socialmente está normalizado el fenómeno, al igual que las agresiones a los migrantes, a los indígenas, a los jóvenes, etc. Hemos normalizado el horror.
Si las marchas, por sí solas, no resuelven el problema, de menos sacuden el umbral de aceptación de la realidad e intentan, en un grito ahogado, dar cauce a la indignación. Mientras tanto la clase política intenta salvar el pellejo dando respuestas que justifican su accionar pero no toman rutas encaminadas a resolver el problema.
El problema es social, lo hemos generado por generaciones, lo hemos tolerado de manera irresponsable, lo hemos normalizado a niveles patológicos. La respuesta está de nuestro lado.
¿Cuántas más?
En el fondo, la crisis es moral.
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