Voy a ser una pésima mamá

Apenas vamos empezando el año y yo ya estoy agotada. ¿Ustedes?

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Y es que en esta chinga auto impuesta de ser perfectas-multitaskers-superfit-trabajadoras y estoy-en-todo-siempre-a-costa-de-mi-salud-física y mental-mamá, la verdad es que ya no tenemos tiempo ni de respirar.

 

Nos pasamos la vida corriendo de un lado a otro para cumplir con todas nuestras responsabilidades y además, claro, para formar niños perfectos, empoderados, fuertes y que sepan hacer de todo: bailar ballet “para desarrollar su  lado artístico”, nadar como Michael Phelps, ser karatekas para aprenderse a defender “es que el bullying está cañón güey”, tocar un instrumento “porque la música es indispensable para el desarrollo”-aunque al niño le pudra tocar el piano-, jugar fut “para aprender a trabajar en equipo”, ir a clases de matemáticas  -aunque el niño no las necesite-, de tareas asistidas “para que suba su promedio y lo acepten en el ITAM” -dice la mamá del niño que va en 1 de kinder y que seguro, no quiere ir al ITAM- a la clase de inglés con mandarín porque esa será la lengua más hablada del mundo en el 2037 y tantas y tantas y taaaantas más.

 

No importa que los saquemos de la escuela con prisas, les zampemos un sándwich horrendo en el coche mientras les vamos gritando que se pongan el uniforme para una clase, los metamos a empujones, los saquemos en chinga, les gritemos que se pongan el otro uniforme para el entrenamiento del triatlón al que lo inscribimos -¿por nosotros o por ellos?, me pregunto- los sacamos de la alberca con amenazas para llevarlos al inglés, de ahí a la de concentración, porque “no sé porque este niño es tan disperso” y ya para terminar el día, lo sentemos en el consultorio de su terapeuta, completamente exhausto, porque “necesita aprender a manejar su frustración y neta no sé de donde me salió un niño tan inquieto”.  Todo esto en medio de llamadas de chamba, de amigas, de que si el plomero, el tapicero o el esposo. Más, por supuesto, recoger en el camino la tintorería, bajarte en friega al súper que se te atravesó por “tres cosas” -nunca son tres cosas- porque ya no hay el cereal que le gusta a uno, ni la leche deslactosada que necesita el otro, o la mermelada exacta que tiene que haber porque si no es un drama y ¡además! ir supervisando que hagan la tarea y se apuren -o te va a tocar a ti hacerla en la noche-. Total, que así vamos, subiendo y bajando del coche, dando  órdenes, arreando, llegando tarde y de malas, a todos lados.

 

Hacemos eso, claro, en aras de ser muy buenos mamás y papás. Pensamos que eso es lo que nuestros hijos necesitan y que estamos “equipándolos para la vida”, ofreciéndoles “habilidades” para ser súper hombres y súper mujeres el día de mañana. Que sepan hacer todo, contestar todo, hablar 14 idiomas y claro, paralelamente, siendo sus esclavos: les cumplimos to-dos sus caprichitos y les damos to-do peladito y en la boca, no vaya a ser que se frustren tantito, o sean los únicos sin eso, pobrecitos “no los puedes dejar fuera”.

 

Pero les digo una cosa: ¡no va a funcionar! No así, por lo menos.

 

Lo que vamos a lograr si seguimos este ritmo, es tener hijos completamente estresados, sobre-estimulados, nerviosos, insatisfechos, impacientes, arrogantes, huevones y frustrados. Y nosotros, ser papás y mamás neuróticos, rebasados, desconectados, siempre con prisa y una pantalla en las manos.

 

#TodoMal

 

Es por eso que he decidido que de ahora en adelante ¡voy a ser una pésima mamá!

 

¡Basta!

 

¿Saben qué? ¡no queremos tener hijos perfectos! Queremos tener hijos generosos, justos, centrados. Queremos formar seres humanos decentes, empáticos, capaces de resolver sus problemas y ser resilientes . Adultos que sepan divertirse, desconectarse, atenderse cuando algo anda mal en su cuerpo y sobre todo, en su alma. Queremos que nuestros hijos sean capaces de escucharse y escuchar a los que aman, de respetar, de parar cuando haga falta y pedir ayuda si es necesario.

 

Estamos pretendiendo formar seres humanos indestructibles olvidando que eso no existe y que igual de importante que luchar por lo que uno quiere, es saber soltar algo que no es para nosotros, aceptar una derrota, sabernos vulnerables y estar conscientes que no podemos ser los mejores en todo y que eso, está perfecto.

 

Así que no, no quiero ser súper mamá, ni me interesa tener súper hijos, ni pretender que todo sea perfecto. Qué hueva.

 

Quiero ser una pésima mamá y relajarme. No a las 25 clases semanales. No a vivir en chinga estresada y traer a los niños angustiados. No a las horas de coche de una clase a otra, ni a comer atún en un tupper en el tráfico. No a gastarme la vida en la oficina -cuando no hace falta- y mis hijos vivan con un chofer y una nana. No a vivir agotados y llegar arrastrándonos al viernes. No a traerlos idiotizados viendo una pantalla “para que estén tranquilos y no se desesperen”. No a los cien mil planes, ni a todas esas “experiencias”. No a puros planes de gastar dinero. No a hacer todo como todos lo hacen.

 

¡No!

 

Quiero que mis hijos sepan estar. Descansar, platicar. Aprenderse el camino de regreso mientras ven por la ventana. Observar el mundo. Que tengan días de estar en su casa y picarse los ojos, hacer un tiradero en su cuarto, buscar al vecino, pelearse con su hermano o pasear a los perros conmigo. Quiero darles tiempo de ser niños. De jugar. De desmadrar la cocina inventando unas asquerosas galletas que van a acabar en la basura, pero los mantuvieron alejados de la pantalla toda la tarde. Quiero ratos de estar tirados en el sillón tragando papitas o acabar de comer sin prisas.

 

Quiero ser una muy mala mamá y no tener planes estrambóticos el fin de semana “porque es que si no se dan contra las paredes pobrecitos” ¡que se den! ¡que busquen cosas qué hacer! No necesitamos proveerles actividades y diversión to-do-el-pin-che-día.

 

Imagínense qué tipo de adultos van a ser si no saben estar en su casa tranquilos o solo encuentran paz viendo una pantalla, si no saben sentirse satisfechos con el momento presente…

 

Yo quiero tiempos de apapachos sin prisas. De conectarme con ellos, tirarnos en mi cama y jugar luchitas o investigar algo juntos porque sí -no porque es su tarea y quiero que se saquen 10-. Que aprendan que yo también tengo cosas que hacer y necesito mi tiempo, que no siempre tengo ganas de jugar y que yo no soy su consola de entretenimiento personal perpetua. Que a veces -muchas- necesitan esperar. Inventar. Resolver. Que me ayuden a hacer cosas en la casa, esas que nos dan hueva a todos: que laven platos, rieguen el jardín, o limpien su cuarto, que yo no soy la esclava -ni mucho menos lo es la persona que nos ayuda en la casa-. Que a veces estoy de mal humor y que, sí, yo también me equivoco y no siempre tengo todas las respuestas. Que sepan valerse por ellos mismos es fundamental y, paralelamente, que sepan que estoy disponible y no siempre en el “espérame tantito”.

 

Necesitamos parar y concentrarnos en ser ¡tan! pésimas mamás, que nos olvidemos de toda la parafernalia y nos enfoquemos en jugar más. Divertirnos más. Estar más. Conocerlos mejor. Abrazarlos con intención. Darles más aire. Hablar con ellos de frente, no a través del retrovisor. Tiempo de ser, de crecer, de hacer sus cosas sin andarlos correteando carajo ¡pobres escuincles! Dejarlos jugar, no manchen ahora los niños tienen que hacer citas hasta para jugar ¿¡cómo chingados pasó eso?! ¡no a las play dates! Just play! Y por otro lado tiempo sin amigos, en familia ¿Por qué siempre hay que tener un invitado o irse? ¡Hay que aprender a estar solos!

 

Queremos “prepararlos”, pero más bien, los estamos asfixiando y a este paso van a llegar a la adultez agotados, con unos estándares de calidad tan mamones de lo que “deben ser y lograr”, que no me extraña ni tantito que el índice de suicidios vaya en aumento en los chavos ¡qué presión les estamos metiendo!

 

Se nos está yendo la infancia y adolescencia de nuestros hijos y en lugar de disfrutarla estamos gastando nuestra energía en demasiadas cosas que no-ne-ce-si-tan y perdiendo nuestro preciado tiempo con ellos, que les juro, no va a regresar.

 

Los invito a bajarle cien rayas a nuestras expectativas. A preguntarnos si tener súper-hijos es realmente por el bien de ellos, o una manera de validarnos a nosotros y que nos echen flores porque “qué bárbaro tus hijos”.

 

Y cien rayas más a lo que les exigimos y lo que pretendemos que sean. Nuestro trabajo no es que estén preparados para tooodo, es lograr que sean personas íntegras, que encuentren la felicidad en las pequeñas cosas cotidianas, que aprendan a hacer el máximo esfuerzo con lo que la vida les vaya poniendo. Que sepan comunicarse, conectarse. Que encuentren satisfacción en una vida normal. Que sepan adaptarse y aceptar cuando algo -o alguien- no es para ellos y puedan seguir adelante. Que sepan soltar y detenerse a ayudar a alguien siempre que sea necesario y tener tiempo para lo que realmente importa, no a gastarse la vida en las pretensiones y estándares de la estúpida sociedad mitotera.

 

Que se acepten así, con lo que les tocó en la rifa y lo usen a su favor.

 

Y finalmente, que tengan una GRAN capacidad de reírse de ellos mismos y no tomarse la vida tan en serio. El sentido del humor es la mejor medicina para cualquier mal y una vacuna para -casi- todo en la vida. Algo que sí les va a servir y ¡vaya! que lo van a necesitar.

 

Todo lo demás, es lo de menos.

 

Así que eso,  propósito 2019 ¡seamos pésimos papás y tengamos hijos más felices!

 

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