Este fin de semana vi dos películas que me dejaron pensando la enormidad que representan los hijos en nuestras vidas y lo poco que nos damos cuenta de eso hasta que algo importante sucede
La primera, desgarradora. Un papá que, aparentemente, hace todo bien y que de pronto, su precioso niñito con el que tenía una relación cercana, amorosa, abierta, se vuelve un perfecto desconocido completamente enganchado a las metanfetaminas. Es desgarrador ver a este papá -fantásticamente interpretado por el increíble Steve Carell- haciendo todo lo posible por rescatar, salvar, proteger, ¡sacar a su hijo del círculo en el que está! como lo haríamos todos nosotros. No puede entender qué hizo mal y cómo pasó eso pero está seguro de que el puede resolverlo y pues…
La segunda, un papá -el cuerazo de Viggo Mortensen- que en aras de proteger a sus 6 hijos de la asquerosa sociedad y consumismo en los que vivimos, decide “crecerlos” en el bosque para enseñarles la vida en su forma más pura, sencilla y también, más dura. Enfocándose en nutrirlos de información, de conocimiento, de momentos de reflexión, debate y resolución de problemas, y tener una maestría en resiliencia. Todo funciona perfecto hasta que, como siempre pasa: la vida se atraviesa y es tiempo de regresar a la civilización y, claro, a la realidad.
No les voy a decir más para no echarles a perder nada pero lo que sí les quiero decir es cuánto me quedé pensando en que tal vez el cuento nos lo contaron mal a nosotros y esto de tener hijos no es para enseñarles a ellos nada, sino para aprender todo, nosotros.
Que pinche doloroso es ver a nuestras crías sufrir ¿verdad? Quisiéramos poder vacunarlos contra todo y prevenirles cualquier contratiempo para que nunca nada les sucediera.
Pero no se puede. Y las cosas van a suceder. Y el corazón se les va a romper. Y, muchas veces, no va a salir como hubiéramos querido. La vida es muy culera y no hay una sola cosa que podamos hacer para garantizar que nuestros chavos estén a salvo permanentemente, pero lo más cañón es que ¡incluso! haciendo las cosas “bien” todo puede salir mal… y eso, me parece escalofriante.
La respuesta natural de nosotros papás, ante cualquier eventualidad, es: yo te ayudo. Yo sé. Yo lo arreglo. Y la respuesta natural de la vida es: No. No puedes. Y creo que ESA es la lección más importante que los hijos vienen a enseñarnos. No podemos.
Por supuesto cuando son pequeños todo depende de papá y mamá, es la etapa deliciosa. No hay problemas de autoridad -graves-, lugares para opinar –so to speak-, ni ningún tipo de conciliación -aunque eventualmente haya que negociar ponerse la pijama a cambio de más leche-. Dependen de nosotros para sobrevivir y eso zanja la situación. Pero lo que no hemos entendido es que los hijos crecen y con ellos debe de crecer nuestra capacidad para soltarlos. Que lo que a nosotros nos gusta, a ellos probablemente no. Que tienen su propia voz, su propia agenda, su propia manera de ver el mundo. Sus propios vacíos existenciales. Sus heridas. Sus incapacidades.
Necesitamos darles herramientas para enfrentarse a la vida, conocimientos, experiencias ¡reales!, la oportunidad de equivocarse, resolver y aprender a manejar su frustración. Sí.
Y luego, necesitamos tener muy claro que el camino lo eligen ellos. Que las decisiones que tomen las tendrán también que asumir ellos, que una cierta cantidad de apoyo y ayuda siempre es necesaria, pero muy especialmente necesitamos aprender cuándo es tiempo de ceder, de entender que eso que tan bien nos había funcionado ya no sirve. Que tenemos que aceptar su voz y escuchar sus intereses.
Que simplemente necesitan encontrar su camino, en el mejor de los escenarios cercano y parecido al nuestro, en el peor….pues ¿qué les digo?
La lección más contundente que la vida nos da cuando los hijos crecen es que esos seres que tanto amamos, por los que tanto hemos hecho y a los que tanto trabajo y tiempo les hemos invertido, van a tener que enfrentarse al mundo solos y asumir las consecuencias de cada uno de sus actos, y que nosotros, solo podemos sentarnos a observar, cruzar los dedos y esperar que elijan bien, y en caso de qué no, de que la caguen, de que se pierdan, de que todo les salga mal, entender lo que nos corresponde y podemos hacer, y lo que aunque podamos hacer, no nos corresponde.
Aprender a respetar sus decisiones y vivir con eso. Échense ese trompito al dedo. No se me ocurre una sola cosa en el mundo mas cabrona.
Verlos romperse la cara enfrente de nosotros y seguir con nuestra vida -y el corazón roto- o, dependiendo la circunstancia, abrir nuestra mente y crear espacios y oportunidades para aceptar y ayudar a que estos seres encuentren su camino ¡aún! cuando no su plan y su filosofía sean radicalmente distintos a los nuestros.
Lo único que podemos elegir es qué tipo de relación queremos tener con nuestros hijos cuando ya no son niños y si vamos a ayudarlos o solo estamos siendo parte de un círculo sin fin que al final les hace más daño.
El mejor regalo que podemos darles, me parece, es estar mentalmente sanos para entender cuál es la diferencia entre esas dos y no caer en patrones codependientes, egoístas o pasarnos la vida micromanegeando la suya.
Necesitamos recordar que nosotros también tenemos una y que a veces hay que protegerla y no dejarnos arrastrar, y a veces también hay que estar dispuesto a abrirse y cambiar.
Atiéndanse. Obsérvense. Corríjanse.
Porque todo lo que les suceda a ellos nos sucede a nosotros, pero no somos ellos.
PD
Las pelis: CAPITAN FANTASTIC para recordar que a veces nuestras mejores intenciones y el mejor plan, no son lo que nuestros hijos necesitan y la relevancia de saber recalcular.
BEAUTIFUL BOY para recordarnos que no estamos en control de nada… tip: tengan unos kleenex junto.
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