Todos tenemos por ahí escondidito algo, un recuerdo tan incómodo que nos pone con ganas de irnos a vivir a una cueva. Eso es vergüenza y te delata.
No vayan ustedes a creer que esta columna está dedicada a la clase política mexicana ¿para qué? si está más que visto que a esos gandallas se les puede caer la cara de vergüenza, pero la de cínicos les queda intacta.
Sin embargo, a los que no somos políticos sí nos queda, aunque sea tantita vergüenza (a unos más que a otros). Porque no me pueden negar que todos tenemos por ahí escondidito algo que nos súper avergüenza, un recuerdo tan incómodo que nos pone en modo misántropos y con ganas de irnos a vivir a una cueva alejados de todo contacto humano. En mi caso fue aquella vez que le bajé un novio a mi hermana, pero prefiero no ahondar en eso, porque básicamente sí me sigue dando un chorro de pena. Pero les juro con la mano en el pecho, la mirada fija y sin que me tiemble la voz, que él fue el que me tiró la onda.
Y dejen ustedes lo incómodo que se pueda sentir uno, la cara roja es la que desde lejos echa de ver que estamos bien chiveados. Sin embargo, es algo que no podemos evitar, ya que ante una situación vergonzosa nuestro sistema nervioso simpático lanza en friega un disparo de adrenalina que dilata los vasos sanguíneos del rostro provocando temporalmente un flujo sanguíneo más intenso. Por eso las clásicas chapotas y las orejas calientes.
Algunos científicos aseguran que ruborizarnos es parte de un proceso biológico relacionado con la socialización, el cual nos ayuda a reconocer públicamente que hemos hecho algo en contra de las normas, o lo que es lo mismo, nuestro organismo encuentra la forma de acusarnos con los demás. De este modo, dicen los expertos, atenuamos la mala impresión que causa nuestra metida de pata y evitamos un potencial enfrentamiento. Estudios científicos recientes revelan que cuando nos ponemos rojos por la pena, facilitamos que los demás nos disculpen.
De hecho, científicos de la Universidad Ludwig-Maximilians de Múnich, aseguran que la vergüenza y la culpa son vecinas en nuestro cerebro, ya que ambas se activan en áreas muy cercanas y por lo cual una conlleva a la otra. Habrá que mandar a Múnich a algunos políticos mexicanos para que sean estudiados, ya ven que esos ni pena, ni culpa y ni madre ciencia puede explicar esto.
Por su parte la neurociencia cognitiva ha demostrado que la pena ajena sí existe, sí esa que sentimos cuando vemos a alguien con un moquito de fuera o haciendo ridiculeces voluntarias o involuntarias, hagan de cuenta como los del Frente Nacional por la Familia, igualito. La explicación es que, ante alguien que pone en peligro su dignidad, se activan en nuestros cerebros las mismas estructuras corticales que cuando sentimos compasión por el dolor del prójimo.
Que no les dé pena sentir vergüenza. Pena que les revisen su historial de búsquedas en Google.
Termina su columna y dona toda su vergüenza a los más necesitados.
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