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Tu cerebro pintacuernos

No estamos diseñados para ser fieles. Luego de tres años de enamoramiento, la monogamia es una decisión

Eduardo Calixto

Cada que miras a la persona que te gusta y ésta te regresa el gesto, tu cuerpo libera una sustancia llamada dopamina, una especie de descarga emotiva que te llena de felicidad y ¿por qué no?, de placer también. Es por eso que el enamoramiento ayuda a crear lazos efectivos y generadores de apego y que son fundamentales para que una pareja nueva sobreviva los retos iniciales del tipo de conocer a tus suegros.

El factor biológico

Las relaciones en un principio suelen ser muy intensas, pero las maripositas en la panza (triste, sí) duran solo entre tres y cuatro años. Que durante esta etapa seamos especialmente monógamos se explica desde las neurociencias como algo evolutivo y biológico: la necesidad de perpetuar la especie.

En un inicio nuestro cerebro no permite que pensemos en otras personas -o posibles parejas- por cuestión genética, pero eventualmente esta sensación se va reduciendo poco a poco y después de tres años podemos volver a sentir que otra persona nos sube “la bilirrubina”, o la dopamina, más bien. Así que la posibilidad de ser infiel incrementa sobre todo si la relación no es buena o es monótona, pues el cerebro se da el tiempo para buscar algo mejor.

De la monogamia biológica a la social

Una vez que transcurren esos tres años de amor intenso, quienes toman las riendas de la fidelidad son los factores sociales. Gracias a ellos decidimos mantener o no una relación. Pensamos que para vivir en sociedad y cuidar a nuestros hijos (si los hay) es más conveniente estar en pareja. Es decir, después de ser monógamos biológicos nos convertimos en monógamos sociales.

El cerebro aprende a reforzar positivamente esta decisión generando dopamina, pero esta vez por el cuidado de la familia. Los humanos somos la única especie de mamíferos monógamos y esto se le atribuye a nuestra inteligencia: ser fiel es, por así decirlo, un triunfo de la evolución. Es una decisión.

La corteza prefrontal es nuestro freno de mano contra la dopamina: nos ayuda a valorar, medir riesgos, evitar peligros y que tomemos decisiones arbitrariamente. Así los cerebros más grandes se relacionan a comunidades con más reglas sociales de convivencia. Es decir: mientras más grande el cerebro, más monógamo el sujeto.

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